LA INVASIÓN DE LAS CASAS RODANTES

La mayoría de los nuevos ricos iquiqueños, flamantes y arrogantes propietarios de las casas-rodantes-chatarra, jamás han conducido una. Tampoco han viajado más allá de Pica y no tienen idea de lo que es ducharse en medio metro cuadrado. Pero están felices con la compra. Sienten que el subdesarrollo es tema del pasado. Que ya basta de andar ratoneando. Gente como uno, que ha andado en micro toda la vida y que ha dejado de ser proletario, como decía Joaquín Lavín, para convertirse en propietario y dueño, en este caso, de una casa rodante. Como buen chileno de clase media, media endeudada, media ignorante y media envidiosa, quiere salir a recorrer el mundo a bordo de su “joyita”. Es una especie de Harrison Ford en versión tercermundista, en busca del arca perdida.
Ese chileno, ese iquiqueño, ese jaguar recién nacido, piensa el próximo verano cumplir el sueño de su vida: viajar a la Carretera Austral, ex Augusto Pinochet. Gracias a su nueva adquisición, podrá vivir cuatro días y cuatro noches inolvidables, antes de llegar a destino. En el trayecto deberá soportar los gritos de la prole ansiosa, los lamentos de los adolescentes aburridos y las imprecaciones de su mujer, cansada de su rol de copiloto.
Una vez cumplido el rito de hacerlas todas en la carretera famosa, emprenderá el regreso. Otros cuatro días y sus respectivas noches con el aburrimiento, la ansiedad y el cansancio multiplicado por mil, antes de regresar a Iquique. Tan agobiado y desilusionado que –no sería de extrañar- se sumara al mantra recién aprendido de su sufrida familia: ¡de ahora en adelante, líbranos señor de la casa rodante!