HERNÁN RIVERA LETELIER: A REINA MUERTA, REY PUESTO

Por fin el jurado miró hacia el Norte Grande y puso sus ojos en un obrero de la palabra. Hernán Rivera Letelier es una mezcla de ángel y duende, que “armado de una ardiente paciencia”, se puso y dispuso a contar la epopeya del desierto y su pueblo.

Arte y Cultura 05/10/2022 Jaime Ceballos Sanquea (*)
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“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”

(León Tolstoi)

“…ha habido en la literatura 

una tendencia a apelar cada vez más a los ojos, 

y cada vez menos al oído”

(Oscar Wilde)

Por fin el jurado miró hacia el Norte Grande y puso sus ojos en un obrero de la palabra. Hernán Rivera Letelier es una mezcla de ángel y duende, que “armado de una ardiente paciencia”, se puso y dispuso a contar la epopeya del desierto y su pueblo.

Si bien el fallo -era que no- no fue unánime, la mayoría acordó otorgarle el Premio Nacional de Literatura año 2022 “por su capacidad de retratar y poner en valor el imaginario e identidad del norte de Chile y la del patrimonio de su territorio y de su gente con un estilo único, proyectándose como un gran contador de historias”.

Agregando, además, que “su obra es ampliamente reconocida tanto a nivel nacional como internacional y que, a través de ella, ha logrado promover masivamente la lectura en sectores transversales de la población”.

Para un narrador, el principal desafío es encontrar un tema y la forma de abordarlo. En Rivera Letelier la pampa es el tema, qué duda cabe, lo que ya es un mérito. En tanto su escritura rescata del olvido, un territorio anexado como resultado de una guerra y, por lo mismo, nunca bien conocido ni bien valorado. Pero siempre tratado como un apéndice; una tierra de malquerer a la que sólo se viene a “ganar buena plata”, por lo menos era lo que prometían los enganchadores, y después marcharse.

Aún ahora, el desierto pampino es visto como una anomalía. Una especie de no lugar o de lugar a medias. No puede ser, repiten los afuerinos, que estas peladeras sean “normales”, no puede ser que no haya algo verde, un poco de vida siquiera en estos páramos calcinados por un sol inclemente. 

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El mérito de Rivera Letelier es instalar la cultura pampina en el imaginario nacional, mostrar el paisaje fantástico y doloroso del desierto y su gente.

El mérito de Rivera Letelier es instalar la cultura pampina en el imaginario nacional, mostrar el paisaje fantástico y doloroso del desierto y su gente, retomando así lo que se ha dado en llamar la Novela del Salitre (véase nombres como Juanito Zola, Baldomero Lillo y Volodia Teitelboim, entre otros), pero ahora, contada desde dentro, por uno de los nuestros.

En todos sus libros encontramos historias íntimas, que retratan la sencilla humanidad de los hombres y mujeres de la pampa, sus vicisitudes y afanes por dignificar sus vidas, matizadas por momentos de alegría y jolgorio, con que sobrellevan la pesadez de su explotada existencia. Por lo mismo, Hernán Rivera no se queda en la anécdota simpática y doméstica, paralelamente hace una dura crítica social y denuncia el sistema abusador instalado por el capital foráneo y su aliado estatal. Lo que tristemente deviene, en la clásica dinámica de protesta y represión y el consiguiente reguero de obreros muertos. (Alguien dijo que, para contar la historia del Norte Salitrero, hay que partir contando nuestros muertos).

El autor de La Reina Isabel cantaba Rancheras (1994), Fatamorgana de amor con banda de música (1998), Los trenes se van al Purgatorio (2000) y Santa María de las flores negras (2002), por nombrar algunas de sus novelas más emblemáticas, es el único que puede develarnos la intrahistoria de un mundo negado y subvalorado, puesto que él mismo es ese personaje devenido en autor y viceversa.

El mayor mérito y aporte literario, a mi modo de ver, es su forma escritural. Si bien cierta “crítica especializada” y centralista, le ha sido adversa, (en algunos casos reducida, lisa y llanamente, a verdaderos ataques personales) enrostrándole que sus personajes están débilmente construidos, que han sido reducidos a estereotipos intrascendentes o que su lenguaje es de un barroquismo insufrible y rebuscado.

Creo, sin embargo, que esta crítica olvida que el gran personaje en la obra de Hernán Rivera, es la pampa salitrera. Y esta, indiscutiblemente, ha sido representada como nadie lo ha hecho antes, con toda su poesía desgarradora. A veces dulce y tierna, otras socialmente trágica o existencialmente amarga. Los personajes están representados en trazos gruesos pero significativos, que definen su rol y su personalidad al servicio de la historia. 

Ni qué decir los nombres de sus personajes. Como sabemos, el nombre es una especie de sello de identidad, una tarjeta de presentación, y en esto Rivera es un maestro. (Pruebas al canto: Golondrina del Rosario, Bello Sandalio, Rosalino del Valle, Madame Lubertina, Cantalicio del Carmen, etc.)

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“Su exuberante lenguaje y adjetivación incansable, tiene la clara intención de levantar el polvo mágico de las palabras, cual remolino en medio de la pampa”.

Como ya he dicho, junto con encontrar un tema, el desafío mayor es descubrir un modo de abordarlo. Ahí está su exuberante lenguaje y adjetivación incansable, que tiene la clara intención de levantar el polvo mágico de las palabras, cual remolino en medio de la pampa. Rivera Letelier, no olvidemos, empezó de poeta y se ha negado a abandonar este rol. Él mismo lo ha confesado: Ahora escribo poesía para el lado.

Efectivamente, un lector atento, sentirá en sus historias la sonoridad de los vocablos y el placer acústico de las palabras. La prosa también puede ser poética y Rivera Letelier lo sabe. Por ello, con afán de picapedrero, busca incansable la veta musical del lenguaje. Al mismo tiempo, ha mostrado un manifiesto interés por rescatar palabras del olvido. A él le debemos bellos anacronismos cargados de sentido poético, traídos de vuelta al presente. 

Les invito a leer en voz alta este texto de “Fatamorgana de amor con banda de música”, donde Cantalicio del Carmen, vestido de diablo, baila enloquecido de dolor ante la pérdida de su hijo:

  • “(…) se asoman los lacios borrachos de los días lunes burlándose y riéndose de las maromas del pobre Diablo que parece se le corrió una teja, se le soltó un tornillo, se le cayó una chaucha, mírenlo nomás cómo bota, cómo rebota, si parece pirigüín cómo cabriolea el muy cabrón, fíjense cómo toca el bombo con sus dedos de alicate, y él, impávido, sin tregua ni descanso, al son implacable del bom, bom, bom-bom-bom de su bombo retumbante sigue bailando, sigue saltando por las calles arenosas, sigue pirueteando bajo la luz mortecina de los faroles públicos recién encendidos, entre el ladrido de los perros y un bullicioso tropel de niños que se amontonan a su alrededor cada vez que se detiene frente a un poste como si fuera el Calvario y se arrodilla y se persigna fervoroso, consternado, y, tal como hace en la fiesta de La Tirana cada año, canta con voz lastimera, que le abran las calles, que le den el camino, porque ya ha llegado a su santo destino, que cansado ha llegado buscando a María por cerros y pampas con toda alegría, y luego se para haciendo reverencias y se persigna de nuevo y de nuevo sigue bailando calle arriba, brincando calle abajo, volatinando como perdido, como empampado buscando agua, pero lo que él busca es el templo, la iglesia, la Casa de Dios que no encuentra por ninguna parte, ¿es que acaso en este pueblo maldito no había una iglesia, una capilla miserable, una parroquia siquiera, por Dios santo?, y los niños, riendo zumbones, le indican para uno y otro lado, le apuntan para allá y le apuntan para acá, y él, siempre bailando, siempre saltando, empapado en sudor, con sus piernas larguiruchas ya flaqueándole de cansancio, se dirige para allá y se dirige para acá y el campanario de la iglesia no se divisa por ninguna parte, ni siquiera una cruz se ve en este pueblo malaventurado, pero él tiene que encontrar el templo…”.

Este es el imán que atrae a sus lectores, este su personalísimo modo de escribir, que lo ha consagrado como un auténtico contador de historias. Rivera Letelier ha dedicado su vida al oficio de escribir. De ello dan cuentas sus 25 libros publicados y sus incontables reediciones, la traducción de su obra a 21 idiomas y los miles de lectores que tiene diseminados por el mundo.

Hernán Rivera, es sin lugar a dudas, un hombre que se hizo así mismo. Tenía casi todo en contra, pero tenía y tiene, una gran cosa a su favor: su inquebrantable fe en sí mismo. Cuando descubrió la literatura, se agarró a ella “con dientes y muelas” y nunca más la dejó partir. Ciertamente, en su largo caminar hubo gente buena que le tendió una mano, le acercó buenos libros y también buena conversa. Entre esos, aunque sea injusto, nombro sólo a uno: Sergio Gaytán Marambio. 

A Hernán lo conozco desde hace cuarenta años. Lo he visto escribir a mano, después a máquina y luego en computador. Lo he oído hablar con pasión de la pasión de escribir. Lo he visto cavilar y dejarse embarazar por las palabras. Finalmente, lo he visto encerrarse en su “sala de parto” y parir historias llenas de sol y de sangre, como quien reparte hijos por la tierra. 

La reina ha muerto, larga vida al rey. 


(*) Poeta y profesor. Iquique, 12 de septiembre de 2022

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