QUIEN ESCRIBE LA HISTORIA: Chile, los desafíos de la Convención Constituyente

La historia de Chile vive un momento de inflexión, su experiencia es un laboratorio para América Latina. Feministas, ecologistas, originarixs, maestrxs, militantes de izquierda: lxs protagonistas del estallido social de 2019 son los nuevos sujetos políticos que trabajan en la escritura de la nueva Constitución. Pamela Vaccari y Eduardo Chávez Molina analizan los desafíos que marcarán el desenlace: representar a la población descreída de la política -sedada por el discurso individualista y que se siente “traicionada” por el progresismo- y refundar las instituciones mientras las élites mandan como si nunca hubiera terminado la dictadura.

Actualidad 06/10/2021 Pamela Vaccari y Eduardo Chávez (*)
estallido social

Muchas veces pensamos que lo que ocurre en la vida institucional de un país puede no tener un vínculo con nuestras vidas; otras, sentimos que lo que nos pasa le pasa a todo el mundo. La búsqueda del sentido es un desafío porque habilita a distintas representaciones de una realidad que se configura de acuerdo a cada historia y vivencias.

Hay significados que colisionan, configurados desde el saber experto o el saber popular, ancestral y cotidiano. Esto no es ajeno a quienes construyen leyes y órdenes que, en potencia, ayudan a la convivencia. “Lo personal es político”, reconocen las feministas. Lo privado puede ser político, especialmente cuando desde las experiencias de opresión se interpelan las estructuras sociales y políticas para que posibiliten un mejor vivir.

Pensar Chile hoy, en tiempos de pandemia y mientras una “nueva liga de la justicia” escribe su Constitución, implica mirar las marcas de su pasado. Sólo así se puede trazar un panorama cabal de la reconstrucción por hacer.

La sociedad chilena se construyó bajo un imaginario de ideales republicanos. El trayecto democrático casi inalterado durante cuatro décadas tuvo un quiebre abrupto, consumado en las figuras de la muerte de Allende y la desarticulación neoliberal que trajo Pinochet. A la democracia post dictadura se amarra una élite minoritaria y poderosa que resguarda con violencia sus privilegios de clase; el patrón de estancia que cada tanto aplica “el palomeo de rotos”, violencias hacia “peones” rurales, obreros o personas pobres para recordar quién manda y escribe la historia en Chile.

La “democracia gris” se expresa en la dificultad, presente desde 1990, de restituir mejores condiciones de vida para lxs chilenxs. La expectativa en la democracia, con la consigna “la alegría ya viene”, había sido enorme. Se esperaba justicia y reparación de violaciones a los derechos humanos, un Estado de bienestar que garantizara el acceso a la salud, la educación, el trabajo digno, el transporte; derechos extirpados del sector público durante la dictadura y entregados al servicio del mercado. Esto redujo al Estado chileno a ser garante del orden público, y con agentes que habían heredado de las prácticas ejercidas con Pinochet. 

El malestar económico y social que generó este contexto impactó también en el desgano por la participación ciudadana en política, sobre todo en los barrios más carenciados y en la población más joven. Por supuesto, hubo excepciones, como el primer reclamo estudiantil de 1997 o el último estallido social, en octubre de 2019. Este desencanto es multi-causal pero también está el temor, la sensación de traición de la dirigencia “progresista”, la inculcación propagandística del individualismo por sobre la búsqueda de salidas a través de lo colectivo.

REBELDÍA JUVENIL

Igual, aquel segmento enorme de la población sigue sin sentirse interpelado. Se notó durante en las últimas megaelecciones: ese ausentismo, paradojalmente, se manifiesta como una actitud de rebeldía de les jóvenes de los barrios populares no sólo de Santiago sino de Valparaíso, Concepción y otras ciudades grandes. Esto termina favoreciendo a los grupos que han conservado el poder desde hace décadas. Son además un grupo electoral importante, y su participación puede dar un respaldo de legitimidad aún mayor, en relación a la participación auto-restringida actual. Será tarea de este momento histórico evaluar cómo se convoca a ese sector que desde los márgenes observa con reticencia también este proceso de participación política. 

Chile ahora enfrenta una novedosa apuesta: configurar nuevas reglas de convivencia social en un contexto de atomización y deslegitimación de las representaciones políticas tradicionales. Los analistas están de fiesta. Algunos señalan precariedad institucional en medio de los cambios sociales. Otros hablan de la crisis de la hegemonía liberal y del nacimiento de un movimiento contestario decidido a generar cambios, aún en un marco de criminalización de la protesta. Los amalgama el cuestionamiento a la permanencia de la dictadura en su formato institucional: parte de su herencia es el poder económico y empresarial que permanece y determina el funcionamiento de Chile desde hace 50 años.

La madrugada del 17 de mayo de 2021 se conocieron los nombres de las y los convencionales electos para escribir la nueva constitución chilena: 155 personas de 28 distritos. Entre ellas, 17 pertenecen a pueblos mapuche, atacameña, rapa nui, colla, quechua, diaguita, chango, kaweskar y yagán; y 27 a la Lista del Pueblo, agrupación de movimientos sociales que se conocieron en la Plaza de la Dignidad durante la revuelta de 2019. El 5 de julio sesionó por primera vez la Convención Constituyente. Fue en el edificio del ex Congreso Nacional de Santiago. 

De las calles a la Constituyente: al menos 43 personas de las allí presentes pertenecen a organizaciones sociales, se presentan como vocería de los pueblos. Son movimientos que venían creciendo sostenidamente con los años, reconociéndose entre sí como iguales, pares, de diversas edades, aunados en la identidad pueblo, con un sólido sentimiento de pertenencia y solidaridad de clase. Históricamente habían estado participando desde los márgenes, como sujetos políticos no escuchados o no invitados a la mesa de diálogo institucional. Desde 2019, lo novedoso fue que decidieron gestar de forma articulada, organizativa y deliberativa el proceso constituyente que demandó la ciudadanía. 

Estos nuevos sujetos políticos coinciden en criticar el orden neoliberal y resignificar el valor y sentido de la vida, tienen un profundo apego a los territorios y a las identidades locales, a la preservación de los recursos naturales, el respeto por los DDHH, la restitución de derechos sociales y el fortalecimiento de las identidades en organizaciones comunitarias. Se trata de un nuevo ciclo político. Se juega la representación popular de forma constante, con el anhelo de fundar las bases de una democracia más fuerte y estable. Entre los constituyentes también hay referentes de los partidos políticos tradicionales; 37 vienen del oficialismo, la derecha.

¿SOBERANÍA POPULAR?

La historia de cómo han sido los procesos constituyentes en Chile no es muy favorable hacia la soberanía popular. Existen dos antecedentes importantes, señala el historiador Gabriel Salazar: la reforma de 1828 anulada un año después, y la de 1925, que no tuvo carácter popular. La de 1980 fue realizada a puertas cerradas y en dictadura.

Pero este es un momento de inflexión. Se necesita unidad y articulación para lograr los acuerdos y establecer los cambios que la ciudadanía pide. Los procesos constituyentes fallidos tuvieron algo en común: a una élite minoritaria que se resistía a perder privilegios, que jamás fue cuestionada por su autoritarismo ni por su indiferencia social. La conforman el poder económico, militar y mediático que de manera constante manipulan y sabotean los procesos participativos, amplios e inclusivos porque no están dispuestos a ceder y compartir sus regalías y prebendas.

Dentro del espíritu de la convención gira la idea de un Nuevo Estado que garantice bienestar y protección a su población. Alcanzarlo implica que estos grupos paguen más impuestos, que vean cuestionados los royalties de sus empresas, cedan el control monopólico de las comunicaciones y el control ideológico de las fuerzas armadas y del orden.

La contienda futura implica la lucha por la distribución, y esto supone más tensión social que la que pueda generar, por ejemplo, la disputa por la inclusión. Sistemáticamente la élite chilena se ha negado a la distribución. En este momento histórico: ¿podrá compartir privilegios, como demanda la ciudadanía, esa “masa alienígena y enardecida”, según señaló Cecilia Morel de Piñera en medio de la revuelta? El encuentro de esta “primera línea” con los sectores juveniles que se mantienen al margen de la participación será la evidencia del cambio, si logran concretarse los sueños y trayectorias puestos en la constituyente.

Mirar el proceso chileno implica mirar a la Argentina, comparar la dimensión de los conflictos a ambos lados de la cordillera. Por un lado, se debaten los fondos de pensiones y su administración privada (el sistema chileno se basa en el ahorro individual de las personas durante su vida laboral). Otra política en disputa es la sanitaria: en Chile funciona un modelo híbrido que genera grandes desigualdades en el acceso a la salud y en su calidad. Lo más novedoso de esta constituyente es la intención de configurar un estado plurinacional y la búsqueda del cuidado de la naturaleza, pensada también desde las grandes ciudades y el respeto del hábitat.

La Convención Constituyente no tendría atribuciones para determinar las políticas educativas o previsionales. Pero la (nueva) Constitución tiene que proponer un marco de reglas dentro de las cuales pueda operar el sistema político. En esta perspectiva, sí puede mandar “al tacho” el artículo 19 que dice que el Estado es “subsidiario” de la actividad privada y, por lo tanto, no puede invertir en educación, salud, previsión social.

Los desafíos no son menores. Además de reglar las condiciones futuras de la convivencia social, Chile se prepara para elegir presidente de la república en este marco de polarización. La izquierda -en sus diversas y nuevas orientaciones, pero agrupada- vuelve a ser protagonista, como en 1970. Esta vez, las banderas son las del feminismo, los pueblos originarios, el desarrollo multicultural, la ecología, el desarrollo económico de las Pymes en los territorios, el equilibrio de derechos en torno a la salud, la educación y la previsión social. 

Esta izquierda tiene el reto de convocar al sector que no participa, pero también de estar alerta a los movimientos de la elite que no se muestra cómoda frente al proceso de cambio. Igual que en el pasado, se registran hechos de violencia contra símbolos importantes para la convención constituyente. La semana en la que Loncón asumía la presidencia de la Convención, los carabineros asesinaban al comunero Pablo Marchant de la Coordinadora Arauco Malleco, organización que busca sacar de su territorio a las empresas forestales que lapidan sus recursos. Y esa misma tarde del 4 de julio, afuera del recinto, la dirigente social Soledad Mella recibía un disparo en el ojo. El 5 de julio las sesiones no pudieron arrancar a tiempo, las salas no estaban listas, faltaban los aforos correspondientes (entonces la Universidad de Chile puso a disposición sus espacios). El ex Congreso tiene seguridad: el operativo recibió un presupuesto millonario y es realizado por agentes que custodiaron a Pinochet y acumulan causas por violencia institucional.

La Convención tiene tiempo hasta abril de 2022 para soñar y consensuar el texto de la nueva carta magna. Luego, lo que sigue es llamar a un plebiscito para que lxs chilenxs le digan sí o no a la propuesta. ¿Si gana el no? Todo seguirá igual.

En la sesión del martes 13 de julio expuso por primera vez la Machi Francisca: 

—Hablo como pueblo originario, en tanto constituyente indígena. Vamos a tener posturas distintas, pero en esa diferencia tenemos que ponernos de acuerdo. 

La Convención Constituyente representa a las voces que históricamente vivieron la opresión y la represión chilenas. Busca que puedan plasmar su vivencia personal y colectiva en este gran proyecto político. Cuida incluir al sector “descolgado”. Y no sucumbir ante la violencia simbólica y explícita que comienza a tejer la élite como estrategia de desestabilización -tan conocida en los tiempos de la Unidad Popular-, y que podría representar una amenaza para su trabajo y para la próxima elección presidencial. No queda otro camino que ponerse de acuerdo, mantener informadas a las redes que permiten este proceso e invitar a la ciudadanía a seguir presente, actuando y más: protagonizando los cambios que impulsaron.


(*) Este artículo fue publicado en la revista argentina ANFIBIA.

Pamela Vaccari: Psicóloga de las orillas, vive en una caleta de pescadores y algueras del sur de Chile pensando los límites y fisuras de lo humano desde la psicología social crítica. Defensora de los DDHH y parte del equipo de personas que sueña con sociedades pluriversas, inclusivas y dialécticas, que permitan un buen vivir para las personas.

 Eduardo Chávez Molina es sociólogo de la Cordillera. Su simbiosis argentina-chilena lo lleva a las preocupaciones continuas de la desigualdad y las particularidades de las repartijas de la riqueza en la subregión del nuevo mundo. Investiga sobre la desigualdad, las clases sociales y la movilidad social en el Instituto Gino Germani, y enseña en la carrera de sociología de la UBA.

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