GORROS DEL DESIERTO DE ATACAMA: Creatividad, maestría y belleza sinigual

Hace algunos años se presentó una muestra de “gorros del desierto de Atacama” en la ciudad de Antofagasta, de la mano del Museo Chileno de Arte Precolombino. Acompañó a la exposición un libro, hermosamente diseñado, con la historia de esta singular prenda. Hemos extractado uno de los capítulos de la obra, que da cuenta del valor de estas piezas que nos ilustran y comunican la diversidad sociocultural de los grupos étnicos que ocuparon este territorio en el transcurso de la prehistoria.

Arquitectura y Patrimonio13/10/2022 José Berenguer (*)
gorros desierto cuatro puntas 1

Fotos: extractadas del libro 

A pesar de sus severas limitaciones ambientales, el norte de Chile posee una larga y rica historia cultural, que se remonta, al menos, a 9000 años a.C. en el interior y a 7500 años a.C. en la costa. Desde entonces y durante varios milenios, los habitantes del Norte Grande vivieron en refugios ocasionales, construyeron pequeños campamentos y mantuvieron un modo de vida basado en una alta movilidad y en la apropiación de los recursos naturales mediante la caza, la recolección y la pesca. 

Algunos grupos del litoral desarrollaron complejas técnicas de momificación artificial de sus difuntos, mientras otros, del interior, iniciaron la tradición de grabar o pintar imágenes en las rocas. Poco a poco comenzaron a experimentar con la domesticación de plantas y camélidos silvestres. A partir de 1500 años a.C., diversos grupos empezaron a organizarse en comunidades más grandes, construyendo los primeros caseríos y aldeas en los valles costeros y oasis del desierto. Las sociedades se convirtieron en productoras de alimentos, crearon sus primeros objetos de cerámica, manufacturaron adornos de metal, y utilizaron el algodón cultivado en los valles cálidos y la lana de los rebaños de altura para confeccionar vestimentas. 

En la puna, los pastores domesticaron llamas más resistentes para el transporte. De ahí en adelante, el tráfico de caravanas asumiría un papel importante en los intercambios económicos entre las tierras altas y bajas, así como a través del desierto, influyendo indirectamente en la transmisión de nuevas tecnologías, instituciones y formas simbólicas. Los pescadores y agricultores de Tarapacá establecieron estrechos lazos culturales con las sociedades del altiplano peruano-boliviano, que buscaban complementar su economía con productos de las tierras bajas. 

El consumo de polvos alucinógenos por la nariz, los sacrificios humanos y la construcción de montículos funerarios en esta región fueron parte de una ideología que irradiaba de Chiripa y más tarde de Pucara, dos prestigiosos reinos agrícolas y ganaderos que florecieron en el lago Titicaca, dotados de templos semi subterráneos, escultura monumental, parafernalia ritual y una compleja iconografía sobrenatural. Gradualmente, los faldellines de fibra vegetal y las gruesas mantas que vestían los habitantes del desierto, dejaron paso a finas túnicas y fajas tejidas a telar, muchas de ellas ejecutadas en técnica de tapicería y decoradas con elaborados diseños. Al interior de estas comunidades aparecieron también las primeras diferencias sociales entre los individuos.

CHINCHORROS

Al parecer, la historia de los turbantes comenzó a orillas del mar, en las playas, acantilados y desembocaduras de los valles del extremo norte de Chile. Los grupos Chinchorro llevaban por aquel entonces más de cinco mil años moviéndose a lo largo del litoral, explotando uno de los mares más ricos del planeta. Equipados con una tecnología muy básica, pero sumamente efectiva, estos habitantes de las nieblas costeras recolectaban mariscos y algas, capturaban lobos marinos con arpones de hueso, cazaban naves acuáticas con trampas y lanzaderas, y pescaban una amplia variedad de peces de orilla con redes y anzuelos hechos con espinas de cactus o con valvas de moluscos. 

Algunos grupos incursionaban también hacia el interior de los valles, para recolectar recursos vegetales, proveerse de materiales líticos para sus herramientas y cazar mamíferos terrestres, regresando a sus campamentos junto al mar. Llevaban finos hilados de algodón en la cabeza –los mismos que usaban como lienzas para pescar–lucían collares de cuentas de conchas y vestían faldellines hechos con fibras vegetales recolectadas en los totorales de las lagunas litorales. 

Estas fibras les servían también para confeccionar esteras con las que envolvían a sus muertos. La preocupación por el destino de los difuntos en la otra vida los había llevado a desarrollar ritos mortuorios, que incluían técnicas muy elaboradas de preparación y conservación de los cadáveres. Hacia 2000 años a.C., esta milenaria tradición de “momificación artificial” tocaba a su fin. 

La preocupación por la protección ritual del cuerpo de los difuntos había quedado reducida a la cabeza. Los últimos muertos de Chinchorro todavía mostraban la cara cubierta con una máscara de barro, pero unos pocos empezaban a llevar enrollados en la cabeza hilos de un material nuevo, que se parecía más al pelo humano que al algodón y que obtenían mediante intercambios con grupos de valle arriba.

Eran los primeros tocados de lana de camélido que se conocían en la zona. Durante los dos milenios siguientes, estos turbantes iban a difundirse como un reguero de pólvora hacia el interior de los valles y oasis del desierto, pasando a caracterizar a las primeras poblaciones de agricultores del norte de Chile. Básicamente, el tocado que caracterizó a este período consiste en hilados y madejas de hilados de 3 a 4 metros de largo, que envuelven completamente la cabeza, dejando fuera únicamente una parte del rostro.

En los valles del extremo norte de Chile, los turbantes subsistieron hasta alrededor del año 300 a.C., pero en la pampa del Tamarugal lo hicieron hasta el año 400 d.C. En esta última, algunos individuos llevaban amplios gorros confeccionados con técnica de nudo, constituyendo la primera evidencia de tocados propiamente tejidos en la región. En San Pedro de Atacama, los turbantes perduraron hasta los primeros contactos con Tiwanaku, hacia el siglo VI. De hecho, un excepcional vaso-retrato de esta última cultura muestra a un sujeto de rostro arrugado y bezoteo tembetá bajo el labio inferior, luciendo un tocado en forma de turbante.

Una cuchara de madera de esta misma época en San Pedro, lleva tallada una figura con lo que parece ser uno de estos tocados. Incluso, existen referencias etnohistóricas que indican que los turbantes fueron usados por algunos pueblos andinos que contactaron con los españoles en el siglo XVI.

(*) Extracto de algunos de los capítulos del libro “Gorros del desierto de Atacama”.


Gente de cuatro puntas: un tocado 

de lana tejido con técnicas de nudo

Si bien los primeros gorros aparecen en el Norte Grande de Chile durante el período de los enturbantados, se generalizan recién con Tiwanaku. Emblemático de esta época es el gorro de cuatro puntas, un tocado de lana tejido con técnica de nudos y de forma aproximadamente cuadrangular, coronado por cuatro apéndices cónicos en cada esquina. Vasos-retratos de cerámica y figuras humanas talladas en madera, muestran que este tocado cubría la parte alta de la cabeza, tapando la frente hasta poco más arriba de las cejas, y dejando fuera las orejas, la nuca y las trenzas que caracterizaban el peinado masculino en esos tiempos. 

Gorros de este tipo se han hallado en cantidad relativamente grande en los cementerios de la costa desértica del sur del Perú y, sobre todo, en los valles transversales del extremo norte de Chile. Generalmente están puestos en la cabeza de los difuntos, pero a veces se les encuentra en su regazo o en otras partes de la ofrenda funeraria. A diferencia de los turbantes, los gorros de cuatro puntas muestran claras huellas de uso, siendo evidente que fueron empleados durante la vida de los individuos. Su hallazgo es raro en regiones húmedas, probablemente por las malas condiciones de preservación. 

Central en la iconografía de muchos de estos gorros son las falcónidas. Las cabezas de estas aves rapaces están dispuestas en pares yuxtapuestos y mirando hacia arriba, formando diseños escalonados que evocan a las propias pirámides escalonadas de Tiwanaku. Las puntas del gorro, en tanto, representan cabezas de falcónidas dirigidas hacia lo alto, las que en ciertos ejemplares incluyen las alas. 

Finalmente, el tope del gorro es un cuadrado cruzado por dos líneas diagonales que definen cuatro áreas triangulares. Se sostiene que los gorros de cuatro puntas operaban como una especie de insignia de membresía tiwanakota, señalando la pertenencia de sus usuarios al Estado altiplánico; se señala, además, que su variación reflejaba diferencias de clase. Los gorros policromos habrían sido usados por miembros de la elite de Tiwanaku, tal como lo demuestran sus finos vasos-retratos, que representan personajes con estos gorros y luciendo orejeras, en cambio los ejemplares de uno o dos colores habrían sido utilizados por sectores relativamente más bajos en la escala social. 

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