Masacre de Uncía: 100 años de una tragedia olvidada

Los vínculos entre Chile y Bolivia no se limitaron a la exportación de capitales de un país a otro. Esas ideas (el mutualismo, el socialismo y el anarquismo) viajaban con los bolivianos o chilenos empleados en las salitreras de Antofagasta y Tarapacá, pampinos todos ellos, que salían expulsados en tiempos de crisis hacia las minas del altiplano.

Memoria 22/07/2023 Ivanna Margarucci (*)
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La localidad de Uncía hacia 1916.

El pasado domingo 4 de junio se cumplió un siglo de la masacre de Uncía de 1923. A comienzos del siglo XX, Uncía, capital de la provincia Rafael Bustillo, departamento de Potosí, era uno de los más importantes centros mineros de Bolivia. Establecido aquí en 1895, el cochabambino Simón I. Patiño se convertiría, gracias a la explotación de La Salvadora, en el “Rey del estaño” boliviano. Poco después, luego de la firma entre Chile y Bolivia del Tratado de Paz y Amistad de 1904, la Compañía Estañífera de Llallagua, de capitales chilenos, compró una empresa que explotaba el valioso mineral en el asiento contiguo de Llallagua. En 1908, logró el reconocimiento de su personería jurídica, declarando un capital de 425.000 libras esterlinas.

Los vínculos entre Chile y Bolivia no se limitaron a la exportación de capitales de un país a otro. Esas ideas viajaban con los bolivianos o chilenos empleados en las salitreras de Antofagasta y Tarapacá, pampinos todos ellos, que salían expulsados en tiempos de crisis hacia las minas del altiplano.

Para la década de 1920, Uncía y Llallagua eran el corazón de la economía minera de Bolivia. Claro que allí donde había concentración de trabajadores y demandas obreras –mejores salarios, jornada laboral de ocho horas, condiciones de vida dignas, etc.– se instalaron también las ideas con las que esos trabajadores intentaron mejorar o bien modificar radicalmente su presente y futuro: el mutualismo, el socialismo y el anarquismo. Los vínculos entre Chile y Bolivia no se limitaron a la exportación de capitales de un país a otro. Esas ideas viajaban con los bolivianos o chilenos empleados en las salitreras de Antofagasta y Tarapacá, pampinos todos ellos, que salían expulsados en tiempos de crisis hacia las minas del altiplano. 

CHILENOS

Tal es así, por ejemplo, que en septiembre de 1918 el zapatero chileno Alberto Salinas Aldunate, barretero en Llallagua, será el encargado de presentar a las autoridades un memorial y desatar un gran revuelo en la prensa boliviana sobre las condiciones de trabajo y de vida de él y de sus compañeros. Un año después, el cabecilla de la huelga de comienzos de octubre en Uncía era otro chileno: Enrique Quiroz, electricista del Ingenio Miraflores de La Salvadora. En el contexto de esta huelga que acabó con un enfrentamiento y la muerte de, al menos, cinco mineros, un diputado boliviano pedía la intervención del gobierno, pero con la precaución de evitar incurrir en la práctica corriente en “Chile cuando se trataba de conjurar la huelga de las salitreras, que se mandaban igualmente fuerzas de línea y algunas ametralladoras para barrer con los ciudadanos que oponían su pecho en defensa de su trabajo, de su vida y de su salud”.[1]

Ese fue el camino de organización y de lucha que condujo al conflicto y la masacre de Uncía de junio de 1923, provocados por la negativa de ambas empresas mineras y el gobierno del presidente republicano Bautista Saavedra de reconocer a la Federación Obrera Central de Uncía –la FOCU–, federación que, por primera vez, intentó reunir a los artesanos y trabajadores del pueblo y la mina, de Uncía y Llallagua. El blanco de la FOCU era el odiado administrador de la Compañía Estañífera de Llallagua, el chileno Emilio Díaz, a quien los trabajadores solicitaban fuera declarado persona no grata y regresara a su tierra. A tal fin, la central llegó a remitir un mensaje a la “Federación Obrera de Santiago de Chile” (la seccional local de la Federación Obrera de Chile, quizás) donde pedía su intermediación ante la gerencia de la empresa y reivindicaba la “confraternidad internacional obrera”.[2] 

LLEGAN LAS TROPAS

Las solicitudes elevadas al gobierno por los trabajadores durante todo mayo cayeron en saco roto. Mientas tanto la patronal, capitales “bolivianos” y chilenos coaligados, cuestionaban la “política contemporizadora” del gobierno y demandaban desde mediados de mes la resolución del conflicto con la llegada de la fuerza de caballería. Luego del 22 de mayo veían cumplido su deseo, mediante el arribo de la tropa de infantería, artillería, caballería, ametralladoras y técnicos de los Regimientos Ballivián y Camacho. 

En el texto del decreto supremo, acusaba a la FOCU de haber iniciado “actos de comprobada y violenta rebelión con amenaza inequívoca de extenderse a otros puntos de la República, debido a la manifiesta intervención de agitadores anarquistas y políticos revolucionarios”.

El 1° de junio, el presidente Saavedra declaraba el estado de sitio en los departamentos de Potosí, Oruro, Cochabamba, La Paz, Chuquisaca y Santa Cruz. En el texto del decreto supremo, acusaba a la FOCU de haber iniciado “actos de comprobada y violenta rebelión con amenaza inequívoca de extenderse a otros puntos de la República, debido a la manifiesta intervención de agitadores anarquistas y políticos revolucionarios”.[3]  Tres días después, el 4 de junio, se producía la matanza. La Plaza Alonso de Ibáñez, colmada de artesanos, mineros y sus familias, pedía por la libertad de dos de los dirigentes de la FOCU presos desde esa mañana, mientras el Mayor José Ayoroa habría recibido una pedrada que dio inicio a la letal balacera. 

La misma imagen repetida en Antofagasta en 1906, Iquique en 1907, San Gregorio en 1921 y La Coruña en 1925. En cada una de ellas se repetía, también, la más absoluta ignominia. Una crónica recuerda de Iquique: “al huir un grupo de obreros […] un lancero atravesó con su lanza a una pobre boliviana, que dándole el pecho a su guagua, estaba a cargo de una venta de mote con huesillos... quedando guagua y madre atravesadas”[4]. Otra crónica evoca de Uncía: “El bárbaro mayor José Oyoroa (sic) […] asesinó de la manera más cobarde a una indefensa mujer con su criaturita de pecho, la compañera N. Tapia”, Aurelia de Tapia Leiza.[5]

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VÍCTIMAS

La disputa por la memoria se traduce, siempre, en el número incierto de víctimas. Si en Iquique se habló de entre 500 y 3500 fallecidos, en Uncía se hablará de entre 4 y 100 muertos. ¿Acaso importa el número? En uno y otro evento, fueron tantos, que sus cuerpos eran transportados en carretilla. En el segundo caso, para hacerlos desaparecer bajo el fuego voraz de los hornos de calcinación de los Ingenios Catavi y Miraflores.  

De la injusticia, no obstante, brotó la esperanza. El 9 de septiembre de 1923, la masacre de Uncía dio vida a la primera agrupación de propaganda anarquista, el Grupo de Propaganda Libertaria La Antorcha de La Paz, que se organizó para denunciar el crimen consumado ante la conciencia obrera del mundo. No es casualidad que, en agosto, el primer periódico de ideas que recogió su denuncia anticipada fuera El Sembrador de Iquique, dirigido por el tipógrafo Celedonio Enrique Arenas. 

Esa solidaridad decantó muy pronto en la construcción de un martirologio obrero común donde, no es casualidad tampoco, que aparecieran unidos Chile y Bolivia. “Ahí están: Uncía, Santa Cruz en la Argentina, Iquique en Chile, Guayaquil en el Ecuador y mil puntos más del universo que han sido teatro de represiones sangrientas y feroces”,[6] decía un manifiesto de La Antorcha en el primer aniversario de la matanza. Dicho impreso había sido editado en Iquique, en la imprenta de El Sembrador. Incautado por la policía de Saavedra y sin poder circular en Bolivia, sus párrafos serían conocidos gracias al periódico de igual nombre de una ciudad que, en 1907, había sido testigo del mismo horror e injusticia.

(*) Doctora en Historia. La autora del artículo y la Mg. Liliana Rocha Ustarez se encuentran trabajando en un libro sobre la masacre de Uncía de 1923 que pronto será publicado en Bolivia.


REFERENCIAS
 
[1] República de Bolivia (1919). Redactor de la H. Cámara de Diputados. Legislatura Ordinaria de 1919, II, La Paz: Imprenta y Litografía Boliviana – Hugo Heitmann & Cía., p. 614.
[2] La Reforma, La Paz, 23/05/1923. 
[3] República de Bolivia (1923). Anuario de Leyes y Disposiciones Supremas de 1923, La Paz: Litografías e Imprentas Unidas, p. 385.
[4] Devés, Eduardo (1989). Los que van a morir te saludan. Historia de una masacre. Escuela Santa María, Iquique, 1907, Santiago: Ediciones Documentas, p. 198.
[5] Nuestra Tribuna, Necochea, 01/11/1923.
[6] El Sembrador, Iquique, 7/06/1924.

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